A muchos nos gusta viajar y es cada vez mayor la cantidad de gente que viaja por distintos motivos y de distinta manera.


Basta con advertir la increíble oferta de medios de transporte, frecuencia de salida y llegada de los mismos, distintos tipos de servicio que se reflejan en el precio de los pasajes y la posibilidad de todo tipo de combinaciones para llegar cuanto antes casi a cualquier lado.

Hoy nos resulta normal planificar el viaje más largo y exótico con la certeza de que todo está probado y preparado, todo será sencillo y está garantizada nuestra seguridad, para el disfrute de nuestro viaje; hemos “naturalizado” el viajar como una actividad tan cotidiana como trabajar, comer, dormir o estudiar.

Pero es bueno recordar y tomar cuenta de que esto no siempre fue así. Hace apenas 100 o 150 años viajar era un acontecimiento excepcional en la vida de la mayoría de la gente; los caminos eran malos e inseguros por no hablar de la incomodidad de las carretas, diligencias, caballos y barcos que, de no mediar una extrema necesidad o un espíritu aventurero, alejaban al hombre común del deseo de conocer otros horizontes.

Sencillamente hablando, para el hombre común, viajar no era como lo es hoy, fuente de placer y experiencias enriquecedoras, ya que sólo viajaban los muy afortunados o los muy desgraciados.

Por ejemplo en nuestro país, los ricos y poderosos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX viajaban a Europa con toda la familia, durante largos meses “ tirando manteca al techo” y luego de realizar varios “tours” por el viejo continente, volvían a sus campos y estancias convertidos en “touristas” deseosos de repetir la experiencia al año siguiente.

Por el contrario, el pobrerío sólo viajaba para buscar trabajo, para huir de un problema (frecuentemente con la ley) o para salvar a su familia de la hambruna o de una guerra.

Pero todavía hay dos categorías de viajeros que son dignas de traer a colación; los peregrinos y los aventureros. Busco en el diccionario y dice de peregrino: “…aplícase al que anda por tierras extrañas//dícese del que por devoción o por voto, va a visitar un santuario…”

Este tipo de viajeros, movidos por la fe religiosa, recorrieron el mundo a pie o en cualquier medio de transporte, con una misión de transformación espiritual individual o para evangelizar al prójimo. Basta con recordar a nuestro San Francisco Solano quien de México a La Rioja, y de aquí al Alto Perú, cautivó el espíritu de los aborígenes con la música y la palabra.

Vuelvo al diccionario, busco aventura/aventurero y dice: “… suceso o lance extraño// riesgo o peligro inopinado// que voluntariamente formaba parte en los torneos// que sin obligación va a vender  sus géneros a algún lugar…”

Desde Marco Polo en adelante, la aventura y los aventureros atraparon la imaginación de los hombres ya que de las crónicas de peregrinos y viajeros, nació un género literario mediante el cual los que no podían o no tenían por costumbre viajar, conocieron otros países y culturas.

Si comparamos aquellas dificultades con el confort y la seguridad que gozamos hoy, nos explicaremos por qué a diferencia de antaño, casi todos somos viajeros.

La de cal… es que conocer de primera mano otros países, pueblos, idiomas y costumbres, ha enriquecido nuestra existencia, abriendo puertas a una mayor cantidad de oportunidades laborales, culturales y de calidad de vida.

La de harina… se da cuando no intentamos optimizar nuestra manera de viajar, sin preparar nuestra mente y nuestro espíritu para abordar la aventura de emprender el viaje; como si fuéramos peregrinos que no buscan un santuario a donde llegar, sin formación ni información previa de lo que vamos a vivir, como si viajar sólo fuera trasladar el cuerpo.

Y recuerdo el cuento aquel de la señora que al volver de Venecia, le contaba a sus amigas: “… ni bien llegamos, lo primero que hicimos, fue ir a dar una vuelta en glándula…”