En la mayoría de los casos, los lectores llegamos a un libro por dos caminos: porque seguimos a ese autor determinado o por una recomendación. Esto sería sencillo. Es casi el camino que seguimos para todo: películas, obras de teatro, lugares para comer, y la lista sigue. Con la literatura pasan cosas raras. Bastante raras. O por lo menos lo son para mí.


Llegar a un libro por el autor nunca será garantía de nada, porque no siempre se puede asegurar que “ese” libro será como los otros (no debe ser así además) pero en definitiva, nosotros decidimos o apostamos a esa obra. Recuerdo haber leído un libro póstumo de Tomás Eloy Martínez, al que admiro . Fue editado por sus hijos o su fundación, y reunía los últimos cuentos que había estado escribiendo. El libro obviamente se vendió como pan caliente. Las críticas eran demasiado elogiosas y prometían. Quienes lo admiramos, no lo dudamos. Y sin embargo, jamás lo recomendaría.

Me sucedió con muchos autores consagrados. De renombre. A los que llegué siempre con esa especie de suspiro que antecede a la buena lectura. Con ese goce anticipado. Y sin embargo…

Siempre repito una frase que entre mis alumnos ya es famosa: “si vos leyeras esto en el taller y me dijeras que es tuyo, lo destrozamos…” y no es una frase pedante, es simplemente una frase de sentido común.

También en el ámbito del taller leemos con ese sentido de búsqueda, de querer saber si ése es el camino y no otro, para intentar la literatura. Pero entonces, nos replanteamos el por qué se impulsan determinados autores, se imponen, se instalan y se consagran ¿Qué ven los editores (además del negocio ya lo sé) que nosotros no vemos? ¿Alcanza ya una buena edición anterior para apostar a todo lo que venga? ¿Sòlo el nombre basta?

Parece que sí, y no hace bien creo.

Desde Buenos Aires se digitan (no digo nada nuevo) las voces de nuestra literatura, y el interior, ese interior profundo en todos los sentidos, sigue estirando la mano y pidiendo un pequeño espacio.

En el ciclo de lectura Había una vez, que organizo con un amigo mensualmente y al que invitamos a leer a “buenos lectores”, y también a escritores, descubrimos no sólo a los consagrados de siempre, todos, casi todos y lo remarco, llevan autores de otras provincias que han ido conociendo de manera silenciosa, pero no por grandes montajes de publicidad. Escritores de provincias de los que no teníamos idea, y que sin embargo descubrimos son increíbles.

Al revés, que desde allá alguien nos lea, salvo algún amigo, imposible. Tuve oportunidad de ofrecer textos de alumnos que prometen demasiado a una escritora que organiza un ciclo en Buenos Aires. Creo que pasaron cinco años de eso, y jamás fueron invitados.

Leo mucho a Daniel Salzano, el maravilloso escritor cordobés, leerlo es una de esas maravillas que no podemos dejar de lado, y dudo que en las grandes editoriales de Buenos Aires lo conozcan, o mejor dicho, les interese.

El último libro de cuentos de Pablo Ramos (y me hago cargo de lo que digo porque además tuve el raro privilegio de presentarlo en nuestra ciudad, digo raro porque…fue raro) parece un mal borrador de un buen intento. Pero queda allí, en el mal borrador, y otra vez sale el pan caliente.

Podría hacer una lista interminable, estaría bueno que quien quiera y a modo de comentario, nos mande la opinión de «ese» libro que compró o leyó creyendo ciegamente que enontraría buena literatura y se llevó un gran chasco.

Líneas aparte merecerían las editoriales independientes, la nueva poesía, y las formas de “vendernos” la literatura. Lo dejamos para otra nota.

Todo esto lo digo porque entiendo que en esos afanes extraños o poco generosos o simplemente comerciales, hay una buena literatura que nunca podrá ser descubierta. O peor aún, que a nadie le preocupa que sea descubierta.